La lechuga
estaba tremendamente enfadada. Ella, que venía de una de las más prestigiosas
familias. Una auténtica lechuga hoja de roble, dotada de infinidad de
cualidades nutritivas y que había sido cultivada en huerto ecológico, alejada
de fertilizantes y abonos químicos.
Siempre había
pensado que estaba destinada a formar parte del exclusivo menú de un
restaurante tres estrellas Michelin. Y soñaba con codearse con otros
ingredientes dignos de su clase en una ensalada templada de frutos del mar o en
una mousse de espárragos con lechuga y jamón.
Y todo ese
esfuerzo y sacrificio ¿para qué? Por culpa de un centímetro de menos, en el
control de calidad, iba a terminar sus
días dentro de un simple sándwich
vegetal, mezclada con atún de lata, un
tomate transgénico y mayonesa de bote y, lo más triste de todo, siendo el tentempié de
un informático estresado, en un establecimiento de comida rápida.
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