Era domingo por la tarde y no tenía ninguna
idea sobre la que escribir mi relato semanal. El documento en blanco me miraba
burlón desde la pantalla del ordenador. Cuéntame algo, parecía decirme. ¡Qué
más quisiera yo!
El reloj se comportaba como un capataz
despiadado. Tic tac: escribe, escribe. Era como el compás de los tambores en
las galeras. Tic tac: cuenta, cuenta. Y en gran medida hipnótico. Tic tac:
duerme, duerme.
Y me dormí y soñé que el lunes pasaba y las
musas seguían sin visitarme, que el martes alcanzaba su fin y ni una sola
palabra salía de mi pluma, que el miércoles llegaba al ocaso y no conseguía
componer ni una sola frase.
Me desperté, bañada en sudor, cuando mi
cabeza resbaló del brazo donde estaba apoyada y golpeó con la mesa. Resultó que
todavía era domingo y el documento, antes vacío, contenía ahora ciento
cincuenta palabras.
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