De su tatarabuelo griego, Olimpia, había heredado, además del nombre, la convicción de que los dioses envidiaban a los hombres y que no podían tolerar su felicidad. Y por eso enviaban contratiempos que arruinaban siempre nuestros planes.
Aquella noche Olimpia se fue a la cama
con poco sueño y mientras esperaba que este llegara, la parte izquierda de su
cerebro, analítica y lógica, comenzó a planificar
una escapada a la costa para el siguiente fin de semana.
-¿Qué haces? ¡Insensata!- le regañó su
hemisferio derecho, creativo e imaginativo- ¡los dioses tienen espías! ¡No ves
que Morfeo te puede oír! Y como se enteren de que estamos organizando unas vacaciones nos las arruinarán.
Con un beso le saludó su marido al
despertarla aquella mañana- ¿Qué planes
tenemos para hoy?
-¿Qué plan ni que planes?- disimuló
rápidamente Olimpia, siguiendo las instrucciones que, a gritos, le estaban
dando ambas partes de su cerebro.
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