Todo comenzó con una etiqueta. ¿Esta salsa es nueva?,
preguntó mi marido. Está muy buena ¿qué ingredientes lleva? Cogí el bote para
leerlos y el pánico se apoderó de mí, las letras empezaron a emborronarse y a
difuminarse. Procurando que no me notara nada le tendí el frasco rápidamente y
le dije: míralo tú mismo.
Al cabo de unos días viajaba en el metro leyendo las
notificaciones del móvil cuando comencé a dudar si esa cifra era un 6 o un 8,
sin confesárselo a nadie, entré en los ajustes del aparato y aumenté el tamaño
de la fuente.
Desde entonces, si he necesitado coser un botón, alguno de mis
hijos ha enhebrado la aguja por mí, creyendo que formaba parte de su
aprendizaje. Incluso he conseguido persuadir a la familia de que el velcro y las
cremalleras son mucho más prácticas. ¡Cualquier cosa antes de reconocer que
tengo presbicia!
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