“Afortunadamente, en ortodoncia no hay límite
de edad”, me explicó mi dentista al ver mi cara de perplejidad cuando me
propuso, a mis cuarenta y muchos años, alinear mi dentadura.
Siempre había pensado que la azarosa colocación
de mis dientes era una de mis señas de identidad, (quien no se consuela es
porque no quiere), pero sopesé el plazo, el presupuesto y finalmente me dejé
seducir por la idea de lucir una sonrisa de artista de Hollywood.
El objetivo, según la doctora, era mejorar mi
salud corrigiendo mi mala mordida. Mi finalidad, no nos engañemos, era
estética. Mirarme al espejo y que este me devolviera la imagen de una jovencita
era tentador.
Y después de una semana comiendo solo purés, soportando
dolores y con la boca llena de yagas, me di cuenta de que por lo menos mi
carácter ya había vuelto a la adolescencia, estaba enfadada con el mundo.
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